En el metro hay una fotografía en blanco y negro. Una mujer desnuda está tediosamente parada sobre una superficie de agua estable. Tiene la piel joven y fresca, el cabello recogido y ordenado con un pasador plateado. Posa todos los días para la multitud que entra y sale de los vagones.
Sonrió ligeramente para que ningún transeúnte lo notara. Fue entonces cuando le incomodó el prendedor que le mantenía relamido el cabello, estaba harta de la composición que habían establecido para ella, rígida y severa, en ese anuncio de lencería. Una madrugada la mujer se quitó el prendedor, lo tiró al agua, se agitó la cabellera, se puso en posición seductora y brincó para permanecer estática sobre el lago.
Nunca le pasó por la mente que debajo del agua había peces, que uno de ellos encontraría apetecible tal accesorio y lo comería, que su estomago no lo podría digerir y en cuestión de minutos pasaría a mejores aguas. Alguien debió haberle avisado al pez mayor que si ese pez estaba regordete no era por bien comido. El pez mayor se lo devoró completo sin saber que él correría la misma suerte. A éste se lo comió uno más grande y a éste uno superior, hasta que un tiburón apareció intoxicado, flotando debajo de la mujer.
Ella no notó el cambió hasta que el tiempo y el bochorno apremiante del metro fueron calentando al tiburón, al punto que se le hizo una panza enorme y explotó, quedando al descubierto el último pez ingerido. De éste salió el anterior que también explotó y así sucesivamente hasta que el prendedor quedó flotando en el agua. Las miasmas se hicieron más fuertes hasta que la alegre mujer en vez de una sonrisa tenía una mueca de asco. El olor putrefacto fue infectando el espacio y ella empezó a sentirse mal, le cambio el color de su piel a verde seco, el cabello se le caía a mares, vomitaba cada vez más hasta que por fin, un día, amaneció flotando entre pescados abiertos con un hermoso prendedor plateado al lado. A pesar de todo esto, la campaña publicitaria de ese año fue todo un éxito.
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